lunes, 4 de abril de 2011

EL SECUESTRO DEL PODER EN LAS ORGANIZACIONES

Antaño, el comercio de personas era habitual, y princesas, doncellas y héroes fueron las primeras víctimas de este negocio, ejercido no solo con el propósito de obtener beneficios y recompensas en especie y dinero, sino también para fijar condiciones de guerra. El secuestro, que hoy designamos como “violencia social”, era entonces una forma normal de sometimiento y se enmarcaba dentro de los parámetros de soberanía de un pueblo. Amparándose en el espíritu y derechos de la época, quien vencía en una guerra tomaba posesión del territorio conquistado y hacía vasallo al pueblo derrotado. Con la evolución de la sociedad, de las grandes fortalezas defensivas medievales hemos pasado a los mecanismos institucionales que, desde la perspectiva jurídica, criminalizan el acto del secuestro.

Cuando hablamos de secuestro en España, el diccionario nos muestra dos formas a ambos lados de la ley, la delictiva y penalizada por la legislación estatal (retención de personas) y la que, en el cumplimiento de las funciones de su cargo, ejerce el juez o la administración de justicia conforme a la ley (embargo judicial). Según estas reglas, quedaría excluido de delito aquel caso que se produjera a la inversa: el secuestro de documentos en una organización por parte de un individuo o grupo de individuos. Una acción que no va desvinculada de la intencionalidad “espiritual” de quien comete el acto del secuestro, y que no es otra que el secuestro del poder. 

Retomemos ahora algo de lo antedicho: “no solo para obtener beneficios y recompensas en especie y dinero, sino también para fijar condiciones de guerra”. En una organización (ente público, empresa, partido político, asociación, fundación…) no hablamos de guerra, sino de conflicto. No obstante, el lenguaje bélico no escapa a los hábitos agresivos de nuestra sociedad, y podemos decir, sin temor a equivocarnos, que en las organizaciones se libran verdaderas batallas tanto a nivel horizontal como vertical, es decir, en “todos los frentes”, por la consecución de ese poder.

Andemos de nuevo por el pasado y pongamos el ejemplo de una guerra de aquellas que se libraban contra los indígenas de las Américas en el siglo XVII, una guerra con dos estrategias, ambas definidas para tomar el poder y el territorio de un pueblo. La primera estrategia tenía como fin deponer las armas del pueblo indígena (que luchaba en legítima defensa contra el ataque colonial) a través de su evangelización. Era una alternativa “pacífica” en oposición al ataque armado del ejército colonizador. Pero dicha estrategia fracasó, así es que tomó liderazgo la segunda: capturar indígenas para luego esclavizarlos y venderlos; así se conseguía, también, mano de obra para resarcir la pérdida causada por el descenso demográfico. 

De la misma manera, en una organización coexisten un conjunto de coaliciones con intereses divergentes, por lo que el poder es un instrumento para conseguir los fines de un grupo o un sujeto, fines que pueden ser o no compatibles con los de la organización. Y cuando la estrategia subliminal de una persona o grupo por el poder fracasa, ¿hacia qué frentes o con qué mecanismos se libra la batalla?

En un conflicto de poder, las variables son casi infinitas. Una de las estrategias para conseguirlo es el “secuestro” de ese poder. Puede ocurrir que el poder legítimo, aquel que se deriva de las obligaciones, derechos y deberes del sistema cultural de la organización y que se canaliza a través de un puesto o cargo (al que, a lo mejor, no todos dan conformidad) esté “secuestrado” por los mismos individuos que ejercen normativamente ese poder y lo capitalicen de forma oligárquica para tener el control de la organización o específicamente sobre algunos individuos. Y como la guerra también se basa en el engaño, quien tenga el control de la gestión, los recursos, los balances financieros, los documentos y la información, tomará decisiones relevantes y podrá someter al enemigo incluso con una estrategia ofensiva (si la estrategia del “status quo” se tambalea). Si, por añadidura, existen situaciones de apoyo recíproco con las redes sociales (incluido el poder político), la satisfacción por los logros en el campo de batalla será mayor (o total).

¿Lícito? ¿Correcto? ¿Podemos saber bajo qué parámetros se determina si la consecución de los fines y los medios para alcanzar el control del poder son los correctos? La respuesta es fácil: los de la ética. Si hacemos distinción entre lo correcto y lo incorrecto desde un concepto ético, podremos determinar si hay bondad o maldad en aquellos actos objeto de nuestra observación (o de los que somos “objeto objetivo”). Y si el hecho real, o la "objetividad" del acto visto desde nuestra propia conciencia –que no desde un código ético inexistente- no es de derecho, entonces podemos decir que se está actuando de un modo que no es ético.

Creemos debate. Si aquellos mismos actos que nuestra valoración ética ha dictaminado como incorrectos se aceptan socialmente y se ponen en práctica de forma reiterativa y sin ningún escrúpulo, entonces pasarán al apartado de normales (por habituales), y de ahí a parecer correctos (que no a “ser”), habrá un paso. Dicho de otro modo, si la moral de nuestra sociedad, aquellas normas (no necesariamente escritas) que utilizamos para orientar nuestra conducta social como individuos, y que llegan del exterior o desde nuestro inconsciente, acepta algunos actos de hecho como “normales”, estamos lejos de tener una conciencia ética. Nuestra voluntad y conciencia, pues, está subyugada por los diferentes grados de malicia, ambición y crueldad (aunque suene duro decirlo).

¿Cómo podemos evitar, controlar, corregir, situaciones de secuestro de poder y abuso de poder y todas las consecuencias que de ello se derivan sobre un colectivo o un individuo? ¿Cuántas de nuestras organizaciones disponen de un comité de ética, de un “ombudsman” o defensor de la ética, contratan mediadores, abogados o profesionales que cumplen la función de verificar sus conductas y actividades? Gerentes y directivos de empresa, funcionarios de gobierno y cargos públicos, que son quienes tienen la tarea de decidir qué es lo correcto para la organización y el país, están libres de ser valorados éticamente porque hemos llegado al punto en el que si algo no es punible penalmente, se puede hacer. Existe secuestro de poder de hecho en nuestras organizaciones que queda impune porque no hay cobertura jurídica (no es delito tipificado). La intervención de la administración - en el caso de una asociación o fundación, por ejemplo- sería de derecho en algunos casos de secuestro de poder, pero -de hecho- la administración se inhibe. Tampoco podemos acusar de prevaricación a un funcionario por omisión, de hecho, de sus deberes. Gracias a este vacío, la apariencia de imparcialidad, objetividad y credibilidad ni tan siquiera es necesaria. Lo normal de hecho no coincide con lo normal de derecho. Incoherente.

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